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lunes, 13 de mayo de 2024
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Una brillante clase magistral de Julio Ruiz para recordar la Masacre de Pirovano

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El profesor Julio Ruiz, quizás el título que mejor lo defina más allá de su diploma de abogado y su pasado como intendente local, brindó una especie de charla magistral el viernes que pasó, en la explanada de la Estación de Ferrocarril de Bolívar.

Lo hizo en el marco de un nuevo aniversario de la Masacre de Pirovano, acontecida el 5 de febrero de 1905, especialmente dirigida a los integrantes de la Juventud Radical pero que bien merecía ser oída y adherida por el pleno de la juventud bolivarense.

Con su tono pausado, a veces campechano en el hablar, y una erudición aquilatada por los años, Julio fue desgranando acontecimientos de la historia de Bolívar, de la propia Unión Cívica Radical y, al fin, de la propia democracia nacional, que encuentran vértice en aquel acontecimiento trágico, luctuoso, en el escenario pueblerino del Pirovano de antaño.

El disertante explicó, en principio, el porqué de la elección de la Estación del Ferrocarril como lugar para la charla, aduciendo que el tren “tuvo mucho que ver” en los acontecimientos objeto de su recordación y así iba a quedar suficientemente claro sobre el final de su alocución ya que fue, precisamente, el sitio de la masacre que costó 20 muertos, muchos de ellos civiles, y numerosos heridos que provocaron el “bautismo de fuego” del hospital de Bolívar y de algunos médicos jóvenes que hacían sus primeras armas en la profesión en esta ciudad que luchaba entonces por desprenderse de la calificación de aldea.

Pero ante todo, Ruiz puso en contexto aquel magnicidio. Para eso, se remontó a retazos del pasado nacional teñidos por las múltiples revoluciones radicales que, con Yrigoyen al frente, pugnaban por voltear, incluso por las armas, a un gobierno antidemocrático devenido de la Generación del 80, aquella verdadera generación fundacional del país que, más allá de su potencia de acción, representaba a una mínima parte de la población, adueñándose de la ley y de su aplicación. “Regía el concepto de maximizar la ganancia, muy lejos del de distribuir la riqueza”, explicó Ruiz.

La última de estas revoluciones fue la de 1905 y tuvo como epicentros la Capital Federal, las provincias de Córdoba y Santa Fe y la ciudad de Bahía Blanca. Estratégicamente se había planteado en estos términos. Estalló el día 4 de febrero de 1905 y, ese día, luego de haberse tomado la guarnición militar de Bahía Blanca, un tren salió desde allí reclutando civiles a su paso hasta llegar a Buenos Aires, para sumarse a la revuelta armada. Lo cierto es que la revolución fracasó en la capital nacional al no haberse podido tomar el arsenal militar. En Córdoba y Santa Fe había triunfado, pero ante la noticia de la derrota en Buenos Aires los rebeldes no continuaron con el estallido. De modo que, en el único lugar donde la revolución se mantenía viva era a bordo del tren que debió sortear numerosos obstáculos para poder, desde Guaminí, continuar su curso.

Cuando esta formación llegó a Daireaux, llegaron las noticias de la derrota en Buenos Aires y, también, de que otro tren dotado de fuerzas militares y hasta de un poderoso cañón, había sido enviado en sentido contrario para aniquilar la “fuerza subversiva”.
Pirovano fue, por eso, el escenario de la duda y también de la traición. Llegado el convoy a la estación de esa localidad, jefes militares y civiles debatieron sobre qué actitud asumir. Estaban en un verdadero encierro ya que si seguían luchando, seguramente iban a ser aniquilados y si se entregaban iban a ser detenidos. Y aquí se produjo la sublevación de los suboficiales quienes, para ganarse la indulgencia de las fuerzas que venían desde Buenos Aires, ordenaron disparar contra la oficialidad y los civiles, generando un verdadero fusilamiento con el luctuoso saldo ya descripto.

Julio cerró su disertación con una apelación a recordar, siempre, nuestra propia historia, como una forma de saber de dónde venimos para que tenga sentido entender hacia dónde vamos. Y para sentir como propias nuestras cosas, nuestra cultura y especialmente nuestro futuro.
Una verdadera clase magistral, necesaria, diríase imperiosa, brindada por un hombre con aquilatada erudición e indiscutible calidad moral para contarlo.

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