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jueves, 25 de abril de 2024
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La modernidad a palos

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La modernidad según lo que conocíamos como tal hasta fines de 2019, porque hoy ya nadie puede asegurar qué será ser moderno cuando las turbias aguas de la pandemia bajen: podría ser que se profundicen la soledad, la alienación, la hiperconectividad y la obsolescencia de las relaciones humanas, en términos de Houellebecq, en favor del rendimiento y la hiperexplotación laboral (Byung-Chul Han habla de la ‘autoexplotación’), o la adopción de un paradigma de rostro sensible, en el que la cobertura de los más débiles, el cese del ultraje al medioambiente, el regreso de los estados fuertes y la cooperación y coordinación entre los países sean el nuevo imperativo de subsistencia global.

Lo que sí pasará es que estaremos (aún) más vigilados por los dispositivos tecnológicos que ahora mismo están perfeccionándose, y que nunca son neutrales ni retroceden aunque su fracaso sea estrepitoso, como acabamos de ver. El monitoreo alcanzará a la salud y otras áreas de la vida cotidiana en las que aún conservamos un espacio de relativa libertad, y los algoritmos de hoy quedarán como la tosca prueba piloto de innovadores sistemas de control. Desde ese espeso magma, en 2011 irrumpió Black Mirror a patentizar el desasosiego que parece producir el vivir ‘tecnologizado’, cuando de poco sirve abrirse al mundo, a lo supuestamente diferente y hasta ajeno, si las fronteras son interiores y cada quien despliega su preformateado existir en los reducidos límites de una caseta igual a la de al lado. Como si en su fase de máximo desarrollo la modernidad fuera un caramelo que al final siempre resultará agrio. La serie británica desnuda en episodios sin vinculación un patrón de vida que la pandemia hizo explotar, aunque nadie puede descartar que no regrese recargado, con ansias de corregir lo que falló. Con el facebook del lunes podríamos ver que en cada envío esta ficción nos gritó que si seguíamos tirando de la misma cuerda, el techo (¿el cielo?) se nos caería en la cabeza. Hasta que pasó. No por un patatús tecnológico, pero es un síncope de todavía desconocida magnitud que la ‘inteligencia artificial’ no haya podido prever este naufragio global, que difícilmente será el de la globalización.

 

La serie espeja un mundo opresivo que deriva en lo siniestro, con el mero recurso de apenas acentuar aristas del que hemos construido en el largo período de la posmodernidad, conformado por una pléyade de sujetos que sólo trabajan a través de sus tabletas y ordenadores, casi sin contacto físico con otros y monitoreados por una suerte de ‘Hermano Mayor’ que nadie conoce y sabe todo sobre ellos. Hasta el amor parece coucheado, las emociones, los sueños, todo está intervenido por una madeja tecnológica que se ha metido en el último rincón de nuestra mente y que, en esta etapa, no sólo vigila nuestros movimientos sino que los moldea al modo de un tirano al que no lo vemos impartir una sola orden, como alerta el pensador Eric Sadin. En el inminente mañana ‘mirror’ todos somos muñequitos de un perverso videogame, presas de una garra invisible que juega a las figuritas con nuestros recuerdos. Ya no se trata sólo de espiar a los individuos, sino de ordenarles qué hacer mediante sutiles mecanismos que comen su subjetividad imponiéndole conductas y hasta creencias, y no estamos hablando de la arcaica tv. Sutiles o no tanto, porque la tecnología no es democrática ya que no surge de un consenso social sino que unos se la imponen a otros, con el pretexto de que mejorará la vida de todos. Un asfixiante contexto en el que ya no queda resquicio para la seducción, la duda, el ocio y la aventura.

En el extremo inferior del cuadro que pintan estos oscuros relatos, sobreviven los híperexplotados cuyo único horizonte consiste en seguir alimentando el horno del sistema. No eligen, no pueden zafarse del engranaje, no discuten lo impuesto y si lo hacen, mueren. El único camino que la sociedad del harto consumo y la harto producción les muestra es el de la indolencia y la entrega. Aunque a veces son los poderosos los que sucumben, como si el verdadero poder residiera en una tecnología que finalmente nadie alcanza a manejar. Más que denunciar la desigualdad, se apunta a mostrar el grado extremo de indefensión en el que estamos todos. Aquí cualquiera puede caer, y en más de una ocasión el arsenal tecnológico es empuñado por alguien que no conocemos, con el único fin de arruinar la vida de otros sin motivo aparente.

Entre las puntas del escalafón social pendula una mayoría (¿la conciencia que regula al mundo, como dice la canción de Spinetta?), que calienta su morbo filmando la desgracia con sus intimidantes teléfonos celulares sin intervenir aunque estén linchando a alguien, tal lo que exhibe un capítulo. 

 

Más que la modernidad al palo, la modernidad a palos; la modernidad se pegó un palo.

Black Mirror fue creada por Charlie Brooker para un mundo que ya no será igual. Su criatura no anticipa qué vendrá, pero alertó que la humanidad colapsaría. Y aunque nadie pensó que “unos estúpidos virus” (Slavoj Zizek dixit) quebrarían los hasta ayer invulnerables cimientos de nuestra sociedad, puede que en algún capítulo la serie lo haya insinuado. Son cinco temporadas, todas de pocos y perturbadores episodios de una hora de duración promedio. La primera fue emitida por un canal inglés, las siguientes por Netflix, plataforma donde se halla disponible toda la saga. Ciencia ficción, thriller, drama y terror son los géneros involucrados, condimentados con dosis de ironía inglesa con las que Brooker parece estar riéndose de que el oscuro monstruo que creamos finalmente nos tragará, incluso a él. No aparecen ‘vacas sagradas’, pero los elencos cumplen sus roles con eficacia al servicio del concepto, que siempre va adelante. Para algunos de los protagonistas, la serie fue un trampolín al estrellato.

Aunque ahogue, Black Mirror vale la pena en estos días en que una mayoría mundial busca respuestas frente a lo que pasa y a la vez vías de escape. Es una alternativa que se recorta entre miles porque además de entretener, que ya es bastante a pesar de que se lo desdeñe, consigue el infrecuente prodigio de conmocionar.

Chino Castro

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