Por Ernestina

A pasos de la esquina, media cuadra nomás, desde la puerta de mi casa muy de madrugada mi mirada sigue a la camioneta que tomando su mano, se esconde, portando uno de mis afectos, rumbo a la Patagonia.

La fragua construida por las manos artesanales de mi padre, rústica, atracción de mi infancia, va en busca de su destino, donde seguramente me sobrevivirá. Queda en mi corazón el suave dolor de un juguete perdido.

En el linde de mi casa paterna existía un refugio al que no era permitido entrar a los niños. Curiosa controlaba los movimientos de mi padre. Un delantal negro de cuero muy largo y las antiparras, avisaba que iba al refugio, cavidad cavernosa oscura donde  permanecía por horas.

En soledad hablaba en el estrecho habitáculo semejante a una ermita, receptor de añoranzas inconfesadas de épocas pasadas.

Descubrí la horqueta del árbol que daba su sombra. Trepada a ella, por un pequeño ventanillo vi su interior. Lo veía entonces  a mi padre como un ser fantasmal.  Envuelto en el humo y las chispas de carbón de piedra que alimentaba el fuego y que el fuelle mantenía avivado.

Haciendo camino la extensa pampa es absorbida por la desértica Patagonia. Rebaños de ovejas arrebujadas para combatir el frío y soportar el viento, muestran sus lomos blancos y conforman un escenario distinto.

Rudos hombres realizan tareas  en el establecimiento ovejero Las Tijeras. Al reparo capones castrados para el consumo, son sacrificados para satisfacer el hambre de la peonada. Hay damajuanas…

La fragua, forjadora de metales, trabaja incansablemente mientras su vibrante sonido se confunde con el balido de las ovejas sometidas a la esquila.

Los perros reaccionan con sus ladridos y en actitud danzante se mezclan entre saltos y alaridos…

Queda en mi corazón el suave dolor de un juguete perdido.