15 de agosto de 2023
No ha trabajado para el bronce, pero si hay alguien que lo merece, es él. Y lo lindo es que le llega en un buen momento personal y profesional (él rehúye de esa calificación, vive aclarando que no es un “músico profesional”), casi siete décadas después aún en pleno ejercicio de sus poderes ‘bandoneonísticos’, más aún tras sus pocas pero pletóricas clases con Rodolfo Mederos (ver aparte).
Ese homenaje es la película Che bandoneón, escrita y dirigida por Miguel Francisco.
A Ricardo Rubén Exertier, nuestro muchacho de hoy, le dan este ‘Miky de Oro’ por buen tipo y buen músico. O sea, es una suerte de ‘gracias totales por existir’.
No son los setenta años de peronismo, son los setenta del ‘Rúben’ como bandoneonista, que empezó de muy chiquito: ya a los 4 revisaba la bolsa de la compra de su padre buscando un bandoneón para él, sin que nadie pudiera explicar el por qué de semejante pasión tan temprana. Hablaremos de eso después.
Fue así: religiosamente, los miércoles del año pasado Miky visitaba a Rubén en su casa. Cantaba, y el maestro lo acompañaba y le enseñaba los tonos en la guitarra. Exertier también es guitarrista, instrumento que aprendió cuando adolescente aunque casi no lo toca, absorbido como está por el ‘fuelle’. Quizá el cineasta ya proyectaba lo que terminó siendo Che bandoneón, porque en cada juntada le preguntaba cosas sobre su vida, sus inicios, sus sueños, su recorrido. No grababa nada, eran charlas informales, casi encuentros periodísticos con el aroma puro de la prueba piloto. Hasta que en diciembre le propuso formalmente hacer una película sobre su vida. “A mí no me quedaba claro cómo iba a ser, pero él sí la ‘veía’. ‘Si a vos te parece, lo hacemos’, le digo. Así empezamos, y yo agradecido, lógico, porque esto es un homenaje”, expresa el ‘Rúben’, con su voz pequeña, sus manos grandes aún jóvenes, ágiles, y sus convicciones que no necesitan ser gritadas.
La obra recoge la didáctica palabra del propio Exertier, de su mujer e hijos (Mirta, Vivi, Mauri y Franco, todes músicos) y los colegas que sustentan el ‘mapa de sus afectos’: Paolone, Grismado, Marchetti, ‘Tito’ Carretero, el ‘Gringo’ Cardoso. Un testimonio clave es el de Carlos Oriozabala, de la familia que prestó a los Exertier el primer bandoneón para Rubén, el kilómetro cero de un gran derrotero artístico, aunque entonces nadie podía saberlo. Él tenía 6, y su padre no podía comprarle un instrumento que siempre fue caro. Empezó a practicar y a los 11 debutó ante el público, en el campo. Su familia vivía a 35 kilómetros de acá, en una zona “casi desierta, en la que no había escuela, no había nada”.
Su primer ‘proyecto’ fue con sus primos, Horacio y Abel Cañete.
¿Por qué el bandoneón, porque tenías a mano el de aquella familia?
-No, no es que me ofrecen un bandoneón, yo quería tocar el bandoneón. Mi padre venía una vez por mes a buscar el pan, el aceite, lo necesario para comer, y cada vez que volvía yo le revolvía todo buscando mi bandoneón. Han de haber estado muy desorientados… Era algo muy puntual, y hoy sigo con la misma idea.
Quizá fue por escuchar tango en la radio… Porque Rubén amaba la ‘música ciudadana’, esas sagradas plegarias de adoquines, farolito en la esquina, copas en algún piringundín, lealtades, traiciones y amores frustrados -o estrellados-, aunque viviera en pleno campo. El folclore comenzó a interesarle después, cuando vio que el bandoneón también cabía. Fue en el umbral de los setenta, lo recuerda bien: cuando Dino Saluzzi colaboró en una canción con Los Chalchaleros, “me empezó a gustar el folclore”.
En bailes se hizo sus primeros pinitos. Cuando había que venir a Bolívar, auténticas odiseas. Se trasladaban en sulky, su padre oficiaba de chofer del novel artista. Cuatro horas de viaje. A la vez, en clubes de los pueblos rurales había baile después de los partidos de fútbol, y en esos escenarios con piso de tierra él comenzaba a forjarse como lo que es: un caballero ensoñado, con un cuenco de luciérnagas en vez de espada. En plena madrugada, baja lo helada en invierno, volvían a casa. En ocasiones especiales, “íbamos toda la familia”, es decir sus padres, él y sus dos hermanas, “en dos carruajes”.
Ya estaba acostumbrado a acompañar a papá a la ciudad. Solían salir a las 4 para llegar temprano, porque “había que hacer rendir el día”. Su padre aprovechaba para realizar trámites, mandados. Él venía a estudiar: su sueño ya estaba en marcha. Primero con ‘Pocha’ Dadone, después, con el maestro De Vicenzi. Pronto los pájaros comenzarían a brotar, como milagros, de entre las manos de un hombre que ha venido a ofrecer su bandoneón.
Hoy, todo es distinto. “Se viaja en auto, con comodidades”. En estos meses se ha movido bastante, en su rol de bandoneonista del gran cantante Marcos Tamborenea, que lo pasa a buscar porque ya no quiere andar solo en la ruta de noche.
¿Mantenés el entusiasmo, casi setenta años después?
-Todos los días toco. Todos los días. Como hace cincuenta años, pero ahora me parece que más, porque estoy desocupado. No sé si tiene algo que ver, pero yo lo comparo: es como la persona que fuma, que necesita el cigarrillo. Está en una reunión y sale a fumar. Yo no voy a irme, pero lo necesito, lo necesito. Capaz que estoy pensando en que cuando termine voy a agarrar el bandoneón… Amigos míos me decían que cuando me jubilara me llevarían a pescar.
Y vos capaz que te llevás el fuelle y mientras los otros pescan, te ponés a tocar.
-Si a mí no me interesa la pesca (se ríe bajito, con esa modestia que dignifica todo entre tanto héroe de cotillón), nací al lado de un arroyo y nunca me interesó. Si fuera, me la pasaría pensando en otra cosa. Incluso esto de Internet, a mí me cambió mucho.
¿Te llevás bien, qué ‘jugo’ le sacás?
-Perfecto me llevo. Escribo las partituras con la computadora, y después imprimo. Saco muchísima información. Hay bandoneonistas de un nivel increíble, hay un muchacho en Francia, que salió revelación de Cosquín a los 17, ahora tiene 40 años. Pasan arreglos para bandoneón, ellos tocando y la partitura escrita, con todos sus arreglos, gratis. Increíble. Yo a eso lo bajo, y trato de aprenderlo. Intento.
Sólo se trata de intentar, esa es la historia. En la música y en la vida, que reside en el intento y no en el resultado. Claro que en el camino van hallándose cosas, nuevas puertas por donde ingresar a dimensiones similares pero diferentes, invitaciones a trasponer el propio umbral, mirarse desnudo y redescubrirse. Y así como el minero encuentra pepitas de oro, él también: notas, fraseos, variaciones. Los pétalos de la melodía del cielo, que es infinita como buscar. El pan de un hombre que, a punto de cumplir setenta y cuatro y ya ‘hecho’ en todos los planos del vivir, sigue dando de comer belleza con el entusiasmo y hasta la alegre extrañeza de su primer día.
Chino Castro
Un cristal que no ha vuelto a oírse
Riccio, la asignatura pendiente.
Músicos que compartieron la vida y las canciones con Rubén testimonian en la película. Pero un solo bandoneonista histórico bolivarense, Héctor ‘Tito’ Carretero, que con sus 90 años sigue dándole cuerda a su pasión, o mejor dicho tecla. “No quedan más, salvo los dos chicos que están estudiando conmigo, Eugenia Alejo y Nicanor Pagola”, cita Exertier.
¿Qué colega de acá te hubiera encantado que estuviera? Pienso en Jorge Riccio.
-Por supuesto, sí, sí… Hubo muchos bandoneonistas buenos, pero con Jorge me quedó algo pendiente: nunca tocamos juntos. Coincidimos en algún escenario, pero no tocamos juntos, no tuve esa posibilidad. En la planta alta del cine, en el lugar actual de las butacas, estaba el boliche 11 de Julio. Ahí tocaba Riccio con Mario Rossi, ‘Cacho’ Borzillo y otros. Yo tenía 14 años y la misma altura que ahora, aunque siendo menor era medio complicado el asunto. Pero me ponía traje y corbata y entraba. Me quedaba en un rincón, donde hubiera poca luz, escuchaba tres, cuatro, cinco tangos, lo escuchaba a Jorge, y me iba.
Riccio fue una influencia. “Para todos los músicos de la época, y los que siguieron”, dice. Y dice más: “Yo he escuchado a señores bandoneonistas, de un nivel superlativo, pero el sonido que le sacaba Jorge al bandoneón… Tengo grabadas sus variaciones de Quejas de bandoneón, que son difíciles, y cuando él tocaba el bandoneón parecía un cristal. Eso era su toque, yo nunca volví a escuchar ese sonido. Sería la digitación, la posición del bandoneón, su sensibilidad, no sé”.
En Che bandoneón no aparece Jorge Riccio. Quizá sólo la Inteligencia Artificial hubiese logrado el prodigio de traérnoslo de regreso. Aunque a su modo, a ese vacío lo compensan Eugenia Alejo y Nicanor Pagola. Dos pibxs que, extrañamente porque casi todos/as prefieren la guitarra o la batería, se han lanzado a estudiar bandoneón. Con el quebradero de cabeza que implica -es uno de los instrumentos más complejos-, y esa paciencia que es rara condición en estos tiempos líquidos en los que todo dura poco, escurriéndose como tantos luminosos proyectos con que nos chocamos en las redes para olvidarnos al toque, básicamente porque no se realizan. Y como todo dura nada, todo se quiere ya. Se retroalimentan, desnutriéndonos de cultura. Una ansiedad que se lleva mal con el aprendizaje del bandoneón, que demanda muchos meses hasta estar en condiciones de tocar algo que pueda mostrarse sin despertar piedad, si se tratara de un auditorio voluntarista. “Alguien que medianamente afine puede cantar. Y con tres o cuatro tonos en la guitarra, ya podés acompañarte. Pero al bandoneón lo tocás o no”, diferencia. Me remite a aquella máxima de Charly: ‘Escribir una gran canción es fácil o imposible’. Claro, él puede dar fe porque siempre le resultó sencillo sembrar perlas para siempre.
Encima, es un instrumento caro.
En la película hay una escena en la que Exertier aparece tocando junto a sus nóveles discípulos. Desayunarse con esa imagen durante la proyección, le provocó una profunda emoción, alguna lágrima incluida. Todo a lo Rubén, minimalista. Esos dos pibes (Nicanor tiene 13) a los que está pasándoles una posta que permanecía vacante entre tanto guitarrista, tecladista y percusionista. “Hace años que venía esperando que apareciera alguien”, confiesa.
Sin embargo, antes de arribar a ese punto Exertier ya había caído presa de unos nervios que -siempre es así en este tipo de situaciones- el protagonista intentaba negarse para darse ánimos, un tipo de operación que sólo garantiza una cosa: pronunciar lo que se intenta descartar, como quien ‘llama’ al lobo al evitar mirarlo.
Cuando entró al cine ese miércoles, un rato antes que el público, “algo cambió”, admite. Estaba “confiado en que todo iba a salir bien, pero verme en la pantalla era algo que jamás se me había cruzado por la cabeza, algo muy raro”.
Se notaba “tranquilo”, pero esa noche tras la función, “no dormí. Y a las 6 me levanté a tomar mates”. Así, apegado a su rutina, iniciaba un día más. Quizá no sea exagerado decir que su primer día de su segunda vida. O sí, pero queda bonito, y entraña algo verdadero.
Ch.C.
Un milagro en la vida de Rubén
El gran Rodolfo Mederos testimonia en Che bandoneón. En 2010 le dio algunas clases a Rubén, y le cambió la vida. Atentos a ello, Miguel Francisco y Nico Ruiz (director de fotografía y asistente de dirección y de edición) se costearon un viaje a su casa, en Buenos Aires, para sumar su palabra.
“Una vez vino un bandoneonista de Quilmes, y pasó por casa a buscar el bandoneón. Tocamos. ‘Lo que vos hacés musicalmente está bien’, me dice, ‘pero tenés que ir a capital a pulir algo, hay algo que corregir en el manejo del instrumento. Yo no sé cómo enseñártelo, pero me doy cuenta’”. Así llegó a Mederos, tras pensar primero en Arturo Penón, exbandoneonista de Osvaldo Pugliese, el nombre que le sugería el quilmeño.
“Ya en la primera clase, Mederos me cambió todo. La vida, hasta la forma de pensar, no sólo de tocar”, destaca con fervor, siempre sin levantar la voz que las verdades se dicen en voz baja, ya que su potencia es suficiente.
“Cualquier bandoneonista de Buenos Aires suena diferente, eso es lo que he notado. Se lo dije, y nos pusimos a trabajar. Un rato largo estuvimos, hasta que me dice: ‘Lo tuyo musicalmente está bien, la lectura musical. De eso no te tengo que tocar nada. El manejo del bandoneón también está bien. ¿Será esto lo que vos decís?’ Agarró el bandoneón él y, claro, sonaba diferente. Fui pocas clases, tendría que haber ido más pero a veces no se puede. Y quedó una relación”. Ese vínculo que reverdeció el año pasado, cuando Mederos vino a tocar a la Rivadavia y lo convidó a un par de tangos.
¿Te cambió la forma de tocar, te mejoró? ¿En qué lo notás?
-A lo mejor no se nota, pero yo sí lo noto. Él me decía que caía primero la mano derecha que la izquierda. Yo jamás me había dado cuenta. Después, que ‘te está cayendo un dedo antes que el otro’.
Cosas muy finitas.
-No puede ser pensaba yo, cómo se da cuenta… ‘Yo no te puedo meter información musical en la cabeza, porque ya la tenés. Lo que tengo que lograr es sacar lo que tenés ahí adentro, y pasarlo al bandoneón’. Así me dijo. Y bueno, habrá conseguido algo de eso, no sé. Pero por ejemplo yo ahora escucho un grupo folclórico de cuatro voces, y me doy cuenta cuando no entran las cuatro juntas. Nadie se da cuenta, pero a partir de Mederos, yo sí.
O sea que te modificó también la percepción como escuchador de música.
-Sí, claro. Él me decía que había que escucharse. Frenar, bajar la velocidad. Me cambió la forma de estudiar también. Estudiar por partes, por frases. Un día me da un acorde, que primero él hace varias veces en su bandoneón. ‘Vos hacés esto y tenés que ver que el acorde se va’, me dice. ¿Cómo que lo ves?, pensé yo. Pero empecé, empecé, hasta que lo conseguí. Soltás el sonido y lo ves, ves que se va, que se vuela.
La música no sólo se escucha sino que se ve. Al menos, el que toca tiene que poder verla.
-Claro, claro. Pero si no se cruza en mi camino alguien así, yo solo nunca lo hubiera logrado, porque jamás se me habían ocurrido esas ideas.
Un clarividente, Rodolfo. Un milagro que ocurrió en la vida de nuestro Rubén, como un rayo de sol sobre una tierra aún fértil. En Che bandoneón, su palabra constituye algo así como la fresa del postre.
Ch.C.
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